«Hoy es 14 de mayo de 1990 y he tenido un sueño del futuro. Podían entreverse por ahí videopantallas preñadas de bustos parlantes, pandemias acechantes al otro lado de la ventana, neoliberales pidiendo la intervención de los gobiernos; las derechas, ya sin máscara, inventándose otra vez enemigos tangibles a los que culpar; la izquierda, desposeída ya de todo sustento intelectual, intentando tapar con los dedos de dos manos las fugas de un transatlántico forjado a fuego en el mercado capitalista. También me he visto a mi mismo, reflejado en un espejo, procurando aceptar la realidad que observaba desde el balcón pensando que yo mismo la había ayudado a construir y sustentaba con mis votos e impuestos, y que, aquellos que me rodeaban, a pesar de lo que pensaba por vivir encolmenado en su compañía, no actuaban como abejas cooperadoras sino como lobos ansiosos que no ayudaban al prójimo; lo devoraban gustoso a la menor ocasión con tal de ocupar una posición más alta en la cadena alimenticia. Era un futuro extraño porque parecía contra natura. El «yo» pugnaba por derrotar al «nosotros» alentado vorazmente por las multinacionales supervivientes, dominadoras perspicaces del mercado mundial. Teletrabajo, visitas a museos virtuales, compras a distancia y el miedo al otro como espoleta emocional, peor aún si era extranjero, actuaban como extrañas herramientas de control de la masa. Sorprendía, por inaudito, que el trabajo sucio se lo hacían a los de siempre las peonadas menesterosas, próximamente convertidas en cómplices necesarias que actuarían al dictado del mandamás de turno mientras infectaba su cerebelo de chistes visuales, bulos o argumentos falsarios. El mundo del libro seguía su camino inevitable hacia el amauterismo salvo en aquellos casos en los que sus dadores se convertían en perros de sus amos y completaban de invectivas mordaces pero interesadas sus artículos de opinión en prensa. Los cines se convertían en una suerte de nichos, también literalmente, promocionando la existencia de auto-cines o de cubículos, lugares de culto o de peregrinaje con el mismo tipo de público que una filmoteca porque algunos ya habían decidido, desde ya hacía tiempo, que la satisfacción debía ser solitaria, onanista y mercantilizable o nada; lo «colectivo», como epíteto, se transformaba casi de un para otro en un anacronismo prontamente devorado por el culto a la personalidad, la lucha de egos y las redes de amigos virtuales. «Aparentabas» antes que «sentías». Eras justamente lo que quería un algoritmo y ni siquiera te dabas cuenta. En el sueño tenía hambre y la gente a la que más quería lo pasaba mal.
Me he despertado temblando».
J. P. Bango: «El devorador de palabras»